Cuando volvía
de bailar, escribía. Todas las noches escribía a máquina, desde que papá me
regaló una para mi cumpleaños. En el colegio tenía mecanografía y lo convencí
diciéndole que nos mandaban tareas muy largas y difíciles. En realidad la quería
porque en la serie de Superman que veía, Luisa Lane tenía una. Mi máquina era
verde agua y podía escribir en tinta negra o roja. Yo quería usar todos los
dedos, así que me forzaba a poner cada uno sobre la tecla correspondiente, como
nos habían enseñado, y a no levantarlos. Lo que más me gustaba era el ruido de
cada letra impactando en el papel. En casa se quejaban de que no podían dormir
o que Sol y Jimena no podían concentrarse para hacer su tarea. Cuando me
decían eso, apretaba las teclas con más fuerza y más rápido, una tras otra.
Quizá escribía renglones llenos de letras sin sentido o apretaba siempre la
misma tecla, solo para molestarlos.
En séptimo
grado mamá no me dejó ir al campamento que organizaba el colegio para despedir
el año. Esa semana lloré todos los días y la pasé sola en el aula con Cialella,
un pibe que si le hablabas no te contestaba, sólo movía la cabeza. Un tiempo
más tarde, mamá no quería que fuera a bailar a la matiné. Las chicas iban desde
primer año, pero para ella esas cosas todavía no eran necesarias. Cuando por
fin me dejó, un mes después, las chicas pasaron de la matiné de Pachá a las
noches de Scape, y yo con ellas. Mamá no pudo decir nada. Hasta que, a fines de
la secundaria, me prohibió que viajara a Bariloche. ¿Cómo iba a decirle a mis
amigas que no me dejaban viajar, si encima yo era la más grande? De todas las
cosas que mamá no me dejaba hacer, esa era la más humillante.
O casi, porque
mamá seguía revisando mis diarios íntimos, los encontraba cada vez que los escondía.
Así que empecé a escribir en hojas blancas oficio y en color rojo la historia
con Pablo, por si algún día se me olvidaba. Quería tener cada detalle desde el
primer momento que lo conocí. Mama creía que hacía la tarea para mecanografía y
después guardaba las hojas entre los ejercicios. Hojas completas con renglones
repitiendo series sin sentido: que lupa tiempo yanqui quark pisar quejar peña
presionar. Hojas que decían: “Me enamoré de Pablo cuando me abrió la puerta en
séptimo grado. Justo llegábamos al colegio Pablo, Cialella y yo. Los tres
esperábamos que la portera abriera la puerta. Cialella pasó primero casi
chocándome y Pablo sostuvo la puerta para que yo entrara. Papá había visto todo
desde el auto y esa noche me preguntó quién era ese chico tan caballero. Yo no
le contesté y seguí mirando la tele”.
El viaje de
egresados desató discusiones continuas. Papá con mamá. Mamá conmigo. Papá me
dejaba ir, pero mamá decía que allá iba a estar sola y que no sabía manejarme.
Primero pensaba que mamá siempre tenía miedo de que algo malo me pasara y ella
no estuviera ahí. Después me di cuenta de que era solo porque no quería perder
el control de la vida de su hija. Yo amenazaba con armar un bolso e irme si no
me dejaban viajar a Bariloche. Lo gritaba y cerraba con un golpe la puerta del
baño. Pasaba una hora ahí adentro escuchando cómo papá discutía con mamá.
-¿Querés
tenerla adentro de un tupper toda la vida?
-Es chica Gustavo, no puede andar sola por ahí. Además, es demasiado ingenua.
-¿No creés en
lo que le enseñamos? ¿No confiás en tu hija?
-Pero la
gente...
-¡La gente
nada Patricia!
-¡No quiero
que vaya! ¡Acá las decisiones las tomamos los dos y yo no quiero que vaya!
Mientras los
escuchaba pensaba a dónde ir si me iba de casa, qué hacer. En el fondo sabía
que nunca me hubiera animado y por unos instantes llegaba a pensar que quizá
mamá tenía razón acerca de mí. Su estrategia daba resultado. Ni siquiera yo
confiaba en mí.
Lo único bueno
era que les daba tanta lástima que me dejaban ir a bailar y volver tarde sin
decirme nada. Aunque siempre llevaba el Movicom que me habían comprado
especialmente para llamarlos cuando entraba y cuando salía del lugar. Y sobre
todo, por si pasaba algo, como un incendio o un accidente. Yo era la única que
lo tenía y todas mis amigas llamaban desde ahí a algún chico o les daban ese
número a los padres.
Una de esas noches escribí: “En Scape un pibe idiota se puso adelante mío, me tocó el vidrio de los anteojos y me dijo: “Hola Betty”. ¿Puede haber gente tan estúpida? Hoy me acordé de que un día en la primaria una monja me dijo que nosotros elegimos a nuestros papás desde el cielo, antes de nacer. ¿O sea que de esto también yo tengo la culpa?”
En el colegio,
el curso quería ir a Bariloche, pero mis amigas a Cancún, la moda del momento
en los colegios como Saint Matthew’s. A mi me daba lo mismo, pero en cada votación
elegía Cancún, porque no quería que mis amigas se enojaran. Según las chicas,
el resto de las mujeres del curso no quería ir a la playa porque estaban hechas
unas vacas o tenían cuerpo deforme. En eso estaba de acuerdo con ellas. Lo
único que les envidiaba a las otras era que tenían tetas grandes y lo mío
era la llanura pampeana.
No sé cómo
creíamos que un grupo de diez iba a ganar en un curso de treinta y cinco personas.
Tampoco ganamos en la votación para elegir el buzo de egresados. Al día
siguiente mandamos a hacer el nuestro, rojo y blanco. La rectora nos prohibió
usarlo dentro del colegio. Decía que mostraba la desunión y el egoísmo en el
curso. Aunque quería rebelarme no lo hacía. Había algo de comodidad en tantas
prohibiciones. Me sentía segura. Quizá porque no tenía que tomar decisiones,
solo hacer lo que otros me indicaban.
El
diario seguía: “Casi no les hablo y solo escribo. No saben lo que pienso, que
me da vergüenza caminar por la calle o ir a un restaurante con ellos. Me siento
una looser que va a todos lados con sus papás y no con un chico. No voy a
perdonarle nunca a mamá que no me deje viajar a Bariloche, pero nunca. Hoy
llegué a pensar que quería que algo malo le pasara, cualquier cosa, pero algo
malo. Después me descubrí usando el mismo saquito de té para la segunda taza,
exprimía el saquito todo usado, como hace ella”.
Una de las
pocas cosas que mamá le prohibió a Jimena y a Sol fue que vieran Titanic,
solo por la escena donde Leonardo Di Caprio tenía sexo con Kate Winslet en el
auto. Decía que después iba a tener que explicarles cosas que no correspondían
porque eran muy chiquitas. Cosas que nunca me explicó a mi tampoco, aunque ya
tenía dieciséis años. El año que se estrenó Titanic, la vi cinco veces de las
veinte o treinta que la volvería a ver años después. La escena del auto era una
de las que más me gustaban, aunque no entendía por qué él estaba debajo de
ella. Di Caprio parecía un nene asustado, y yo quería ver a un hombre teniendo
sexo. Mis amigas me preguntaban si no me aburría ver mil veces la misma
película. Yo les decía que siempre le encontraba algo nuevo, algo que solo yo
entendía.
Era fanática
de Leo Di Caprio, tenía mi carpeta forrada con fotos de él, pero solo escribía
sobre el personaje de ella. “Rose es de una familia rica, pero no pertenece a
ahí. Quiere salir de ese mundo y ser ella. Con Jack termina de convencerse y se
arriesga a hacer lo que tenía prohibido, a correr riesgos, y le encanta. Nadie
confía en ella, pero no le importa. La envidio, quiero ser como Rose. Necesito
ser como Rose. Y si para eso necesito de un Jack que me ayude, creo que ese Jack
no es Pablo”.
Lo último que
llegué a escribir a máquina, antes de que compráramos la primer computadora,
fue: “En cualquier caso, cuanto más prohíben los padres, los hijos más quieren
hacer. Pero en el mío, cuanto más me prohíben más miedo me da hacer lo que
tengo ganas”.